León era
funcionario. Trabajaba en Madrid, en el Ministerio de Sanidad, como economista,
en el Departamento de Estadística. Su puesto de trabajo era, como el de
cualquier funcionario, una de las pocas cosas seguras que había en su vida. Sus
dos últimas relaciones sentimentales le habían dejado, tras su fracaso
matrimonial, la sensación de que su vida carecía de sentido. Lo único que le
anclaba a su ciudad era su trabajo y ahora estaba pensando abandonarlo. La
mayor parte de su nómina iba directamente a la cuenta de su ex, la madre de sus
tres hijos.
Aquella
mañana se despertó con la impresión extraña que le sobrevenía siempre que tenía
aquel sueño. Decidió que no iría a trabajar. Todavía no había sonado el
despertador, de manera que no podía llamar al trabajo para dar una excusa.
Decidió llamar desde la calle. Se lavó los dientes y se duchó, pero decidió no
perder el tiempo en afeitarse. Salió de su pequeño apartamento de divorciado en
la Calle de Las Huertas, enfrente de “The Variety Tavern” y bajó hacia Atocha,
evitando el Ministerio por si acaso y cruzando por enfrente del botánico subió
el Paseo del Prado con la idea de desayunar en el bar de los Jerónimos, al lado
de la Asociación de Amigos del Museo del Prado.
—Buenos
días, Victoria. ¿Un café con leche y un cruasán (Croissant)?
—Ahora
mismo, León. Hoy te has caído de la cama.
León,
absorto en sus pensamientos, no contestó. Desayunó rápidamente y dejó unas
monedas. «Esto se tiene que acabar. No puedo más. Apenas veo a mis hijos, ellos
no parece que sientan nada por mí y su madre me tiene hasta las narices. ¿No
quiere realizarse? Pues que se realice, pero no a mi costa». Salió sin decir
adiós. Bajó al Paseo del Prado y decidió pasear hacia la Plaza Castilla, rumbo
norte, pero sin más preocupación ni objeto.
«Al fin
y al cabo, soy licenciado en medicina aunque no esté colegiado. Seguro que en
Barcelona puedo defenderme estupendamente para vivir yo solo, trabajando de
forma esporádica en lo que sea y sin estar sujeto a una nómina que me puedan embargar».
«Seré el
padre de las criaturas, pero está claro que lo único que necesitan de mí es mi
dinero, de manera que va siendo hora de que su madre se espabile. Yo ya he estado
pasándoles los “alimentos” durante diez años. Ya no aguanto más».
Absorto
en sus pensamientos, había llegado, sin darse cuenta, a la altura de María de
Molina. Eran ya las nueve y media de la mañana. Buscó un lugar apartado del ruido
del tráfico y llamó al trabajo para decir que no se encontraba bien. Algo muy
dentro de él le hacía tomar esa precaución, a todas luces inútil si llevaba a
término su idea de dejar el trabajo.
«Espero
que Jaume me eche una mano en Barcelona. Cuando haya aclarado mis ideas, le
llamaré. Quizás esta tarde a su casa. Además me vendría bien que me ayudara a
buscar un sitio donde vivir a buen precio, hasta que encuentre un trabajo».
Llegó a
Raimundo Fernández Villaverde y cruzó la Castellana con la idea de vagar por
“El Corte Inglés”, eso le ayudaría a centrarse. Le costaba pensar con claridad,
olvidarse de su sueño.
Apenas
había caminado dentro de los grandes almacenes, cuando al lado de la peluquería
de caballeros apareció ante él la “Semana de la Magia”. Nunca hubiera creído
poder encontrar algo así en tan importantes almacenes. Se distrajo mirando
velas de magia y otros objetos de ritual que se vendían en los distintos
tenderetes; porque, estaba en El Corte Inglés, sí, pero había tenderetes. No
encontraba palabra más adecuada para definirlos.
De
pronto, la cara agradable de la “maga Griselda”, nombre que a todas luces era
un alias, le hizo plantearse consultarle el sueño reiterativo que tantas veces
le había inquietado durante su adolescencia y que esta madrugada le había
hecho despertar con tan extraña impresión.
«¿Llevaré
dinero suficiente, admitirán tarjetas?» Se preguntó. Vio el precio en un
discreto cartel, con detalle según las distintas prestaciones. Y sí, podía
pagar incluso con la tarjeta de “El Corte Inglés”.
La maga
Griselda estaba preparando algunos trabajos, pero no tenía a nadie en su
“consulta”.
—Buenos
días.
—Hola,
buenos días. ¿Puedo ayudarte?
—Pues no
lo sé. No es que yo crea demasiado en estas cosas, pero…
—¿Has
oído hablar de la quiromancia?
—¿La
supuesta adivinación por las rayas de las manos?
—Sí,
pero nada de supuesta. Es un saber muy antiguo y con bases científicas.
¿Hacemos una prueba?
—No.
Prefiero probar otra cosa. ¿Sabes interpretar sueños?
—A ver.
Prueba. Cuéntame el que te preocupa. Porque hay uno que te preocupa ¿Verdad?
—Pues
verás:
No sé
cómo llegué a esa terraza. Era una casa antigua, de ladrillo; no se veía el
resto del edificio, ni la calle, ni la ciudad. La terraza estaba encima de las
nubes. La casa tenía dos puertas: Una puerta daba al vacío, estaba abierta,
pero en medio de la fachada. La otra daba a la terraza, pero no podía ver si
tenía escalera o era un ascensor. Ni sabía cómo había llegado, ni cómo iba a
salir de allí. Tampoco veía el suelo de la terraza, también estaba oculto por
las nubes. Había una barandilla de hierro oxidado, a punto de quebrarse. En mi
sueño no había nada más. Era un lugar que me resultaba familiar, aunque no
sabía por qué.
—A ver:
Lo que yo entiendo, y no sólo por el sueño, sino por cómo te has presentado y
porque yo estoy acostumbrada a tratar con mucha gente, es que eres muy tímido,
y no te atreves a cortar el cordón umbilical.
«Ya
estamos» Pensó León. «Siempre con la misma lata» Y notó que, al instante, sus
mejillas ardían aumentando su calor mientras más pensaba en ello. «¿Nunca lograré
superarlo?» Y siguió prestando atención a Griselda.
—En tu
sueño no sabes dónde estás porque te empeñas en ubicar la terraza como perteneciente
a una casa que intentas localizar en una calle de una ciudad. Buscas un sitio
concreto. Y no. Estás en las nubes, y cuando uno está en las nubes, las calles,
las ciudades e incluso los países, carecen de importancia. Pero ese es el sueño
de volar. Un sueño tan antiguo como la civilización, como la historia, yo diría,
incluso, que como la Humanidad.
«En las
nubes estoy a menudo, sobre todo cuando me sueltan estos rollos. Tendré que
prestar atención que esto me cuesta treinta euros»
—Sin
embargo, tú no te atreves a volar, por eso en tu sueño no ves el suelo que
pisas, el de la terraza, porque está, dices, oculto por las nubes. Anhelas
volar, rodeado de nubes por todas partes y así te ves en tu sueño. Pero, en
realidad, necesitas sentir tus pies afirmados en la tierra, bien firmes en ella
de la cual el suelo de la terraza, por muy alto que esté, no es más que una
representación.
—De
mayor, una vez vi desde mi ático una terraza parecida. Cada vez que me asomaba,
me venía a la cabeza este extraño sueño. Sueño que se repitió, en alguna
ocasión, durante mi adolescencia.
—¿Ves?
Tengo razón en mi interpretación. Ese sueño se hace presente cada vez que has
de tomar una determinación que, por lo que sea, te asusta. Mi consejo es que te
libres de una vez por todas de este sueño. El Tao Te King hace alusión a tu
sueño en esta hojita que puedes quedarte. Te ayudará a tomar una determinación
para perder, de una vez por todas, el miedo. Atrévete a volar. “Sé tú mismo” es
el peor consejo que puede dárseles a algunas personas, pero no es tu caso. Sé
tú mismo. Lucha por ser feliz.
León
cogió la hoja que le ofreció Griselda, pagó, dio las gracias y se alejó de la zona
pensando que la explicación del sueño, si no era cierta, era adecuada y que iba
a llamar a Jaume en cuanto que fuese la hora de comer. Para hacer tiempo, se
dirigió al departamento de librería. Los libros para él eran un vicio. Había
tenido más de una discusión con su ex mujer por ese tema y eso le había
llevado a comprarlos a escondidas. La mañana se le pasó sin sentir entre las
surtidísimas estanterías de libros. Le interesaban todos.
Miró el
reloj cerca de las dos y media y decidió comer en la cafetería un sandwisch
“Cortty”. Bebió un sorbo de la cerveza que le habían servido mientras esperaba
el bocadillo y aprovechó para llamar a Jaume.
—¿Jaume?
—Hola
León, cuánto tiempo, ¿cómo te va?
—Bien,
bien ¿Y tú, cómo estás?
—Bien.
Sigo dando clases de Biología en el Instituto a los cafres. Las preparo como si
tuvieran interés en aprender. Ya sabes, como siempre.
—Oye, te
he dicho que estoy bien, pero lo cierto es que estoy harto. No soporto más esta
situación. Los chicos pasan de mí olímpicamente y yo no he conseguido rehacer
mi vida desde mi divorcio de Andrea. ¿Puedo contar contigo? ¿Me harías un gran
favor?
—Lo que
quieras. Sabes que sí, si está en mis manos.
Y León
tuvo la certeza de que todo estaba solucionado, de que por fin podría volar.